1900 - POR CARRETERA. (Apuntes de viaje desde Madrid a Santander)
En el año 1.900 se publica en Madrid el libro titulado "Por carretera", (Apuntes de viaje desde Madrid a Santander, por el autor Miguel de Asúa y Campos), obra que está disponible en la BNE en formato digital, y en sus capítulos X y XI, con que finaliza, se dedica a narrar las impresiones de su acercamiento desde Cabezón de la Sal, Treceño y visita a San Vicente de la Barquera. El relato es un poco largo pero merece la pena seguirle y descubrir la cantidad de curiosidades y detalles que el autor va desgranando en los siguientes términos:
Es su más útil
particularidad hoy la de terminar en esta, villa la línea del ferrocarril
Cantábrico, que habrá de llegar á Asturias más pronto ó más tarde, y satisfacer
con esto grandes necesidades mercantiles, poniendo en comunicación dos
provincias que tanto se asemejan, por su historia, su suelo y sus costumbres.
A las seis de la tarde
salimos para San Vicente de la Barquera. A los cinco kilómetros, como á mitad
del camino que debíamos recorrer, tropezamos con Treceño, (1) «Paredes
desmoronadas, cercas rotas, piedras esparcidas, son en Treceño, testimonios
vivos de población más grande; de que no es título usurpado el de villa, que en
los registros lleva, cuando el viajero le da ingenuamente el de aldea. Las
yedras hallaron en estos parajes
substancia provechosa y alimento; sus troncos gruesos y entretejidos dicen la
antigüedad de las ruinas, y sus pomposos tallos, esmaltados de corimbos negros,
albergue y pasto de pájaros cantores, guarnecen la esbelta ojiva de un puente,
cubren los blasones de muchos solares y envuelven el desbaratado almenaje de la torre fuerte, alzada en medio del
poblado, á la vera del camino.»
(1) Amos Escalante (Juan García), Costas y Montañas.
Cuéntase de esa torre una
leyenda en que juegan papel principal
tiernos amores, interrumpidos por el feudal Señor de esa comarca.
Es la historia de todas
las leyendas; es el argumento de muchas óperas; es la realidad de un tiempo de
nobles y siervos; es la época terrible de las más injustas y tremendas desigualdades.
Prendóse el Señor de la
citada torre (el bajo ó el barítono), de
una doncella (la primera tiple), quizás la más hermosa que en el pueblo había,
y requeríala de amores tan de continuo y con tales ofrecimientos, amenazándola,
caso de no acceder á sus deseos, con tan grandes rigores á ella y su familia,
que al ñn cayó la joven en los lazos con que la persiguiera el noble que
ofrecía regalos ó amenazas y tenía poder para cumplir sus ofertas.
Era galán de esa doncella,
un mozo del pueblo (el tenor), que medio loco de pena, herido en sus más
queridos sentimientos, vagaba sin rumbo por valles y colinas, lanzando
continuos lastimeros quejidos. Pasaba una vez el triste mozo frente al portón
que á la noble vivienda daba entrada, y como le hallara abierto, entróse por él
en ansias de ver á la mujer de sus sueños; subió la escalera de piedra, y como
en el primer aposento que encontrara, viese apoyado sobre el alféizar de la
ventana á su odiado feliz rival, que llevaba colgante á la cintura riquísimo
puñal, llegóse al Señor, cogióle por el cuello con la siniestra mano, y
empuñando en la otra el desnudo puñal que de la cintura le arrebatara,
hundiósele varias veces en el corazón.
Quedóse el noble con los
brazos hacia afuera, sujeto á la ventana y apoyados los hombros en su marco,
rígido, por haberse quedado sin sangre poco á poco, según se fué saliendo por
las profundas heridas que el enamorado galán le había producido, y, rebasando
el marco, corrióse por la pared desde la ventana, formando hoy todavía, una
desvanecida mancha que parece rojiza grieta, abierta en el vetusto y
ennegrecido muro, (1)
«Sobre
la trágica ventana cuelgan en notante pabellón las trepadoras: por el labrado
hueco entran y salen las golondrinas, huéspedes de la deshabitada torre, y del
alféizar bajan negros rieles hondamente estampados en la piedra; quizás son
restos de las lluvias, quizás huellas de la sangre vertida por el vengativo
aldeano.»
(1) Costas y Montañas
En Treceño nació Fray
Antonio de Guevara, obispo que fué, y
cronista del emperador Carlos V, gran predicador de la paz en aquellos
revueltos tiempos de las germanías y comunidades, que acabaron con la muerte de
los revoltosos comuneros, en Castilla, y los de la hermandad, en Valencia.
En 1627, el rey Felipe III
concedió á Don Luis Ladrón de Guevara, señor de Treceño, desde los tiempos más
remotos, los títulos de Conde de Escalante y Vizconde de Treceño.
Dejamos atrás este
histórico punto, y los de «La Madrid y La Revilla», y empezamos á ver desde lo
alto, cubriéndola después desigualdades y revueltas del camino, para volver á
aparecer sin ocultarse más, con toda su originalidad, con su artístico puente y
su monumental iglesia, la villa de San Vicente de la Barquera, una de las que
con Santander, Castro-Urdiales y Laredo, formaban las cuatro villas de la
Montaña, á cuya sombra todos los demás pueblos de la cántabra región se
cobijaban.
Figúrate lector que has
cruzado el puente de Maza, que has pasado sobre sus treinta y dos arcos,
recorriendo los quinientos metros que tiene de uno á otro extremo, y que estás
al otro lado de la ría. Frente por frente, verás, dominando el mar encajonado
en el puerto y con sus galerías abiertas al mediodía y levante, un convento de
franciscanos, edificado, como sus hermanos, de limosna—según Gouza, — en 1468.
Sobre él ejercían
patronato los Guevara, que aún conservan preeminencias de lugares en ciertas
fiestas, y un aposento que lleva por nombre «la celda de los Guevara».
Dejando á la izquierda el
convento, se sigue una anchurosa calzada, á orillas del mar, que conduce á una
gran plaza..., pero de repente el coche toma por una cuesta inverosímil, van á
galope los caballos — ¡¡Han conocido la cuadra!! — grita Juan, el cochero,
entusiasmado al ver esa prueba de inteligencia, que acababan de darnos los
caballos.
Y á una carrera
desenfrenada, llegamos delante de una puerta cochera, donde se detienen
jadeantes, relinchando, mientras un mozo calza las ruedas del coche, que
seguramente se precipitaría en la cuesta, si con el torno sólo se le dejara.
Hemos llegado á la casa
que en San Vicente tiene mi compañero de viaje, dándote un consejo, querido
lector, por tu mérito de haber llegado á estas alturas del librito.
Si vas alguna vez á San
Vicente de la Barquera, pregunta por la casa de Noreña y pide hospitalidad á sus
dueños, si es que para ello tienes amistad ó estás autorizado.
La casa está en lo más
alto, cerca de la iglesia y del castillo, y muy próxima á la del célebre
inquisidor D. Antonio del Corro.
La calle principal de San
Vicente de la Barquera es la calle Alta; conserva todavía ruinas del incendio
que ocurrió en 1483. Por allí debía estar también el barrio de los judíos, sin
que se noten, por lo que actualmente queda, restos de su presencia.
Siguiendo la calle Alta,
llegas á la iglesia parroquial de Nuestra Señora de los Ángeles, pero antes
debes rendir tributo al castillo, que muestra sus ennegrecidos muros
convertidos en desparramados escombros.
Enseña el castillo, entre
el muérdago y los zarzales que ocultan lo poco que de él resta, oscurísima
piedra, que el tiempo ha revestido de ese musgo suave que tan frecuente es ver
en los edificios de la Montaña.
Si puedes entrar en lo que
fué patio y orientarte entre las ortigas y los abrojos, encontrarás, esparcidos
sobre la yerba, aquí un trozo de pilastra, más allá medio arco, al otro lado un
cuartel de un escudo, trozos de capitel y de cornisas.
Hoy, sólo habitan en él
los búhos, las avutardas, las lagartijas y algún otro nocturno paseante, que
son, como siempre, señores naturales de las ruinas.
Allí, como armado
caballero que pereciera en defensa de su dama, yace á los pies de la iglesia el
poderoso castillo, orgulloso de haber conseguido, aun á expensas de su muerte,
mantener inviolable y erguido el inmediato templo de fe cristiana, cuya guarda
le estuviera, en lejanos tiempos, quizás encomendada.
Un poco más arriba está la
iglesia; es su aspecto, como dice muy bien Amador de los Ríos, más de fortaleza
que de lugar de oración. Recuerda las construcciones militares del siglo X V, y
por una de ellas pasara, si las agujas ornadas de trepado que se alzan en el
frente y ángulos de la torre y las dos espadañas que forman el campanario, y
las cuatro ventanas ojivales que avanzan al frente de la torre, no le dieran
religiosa apariencia.
Unos escalones dan acceso
á la portada, compuesta de seis arcos, notándose en sus adornos y en lo que la
pintura no ha ocultado del todo, las flores propias del estilo románico. Parece
anterior al siglo XIV, pero quizás sufriera posteriores componendas.
Entrando en la iglesia,
llaman la atención desde luego sus altas bóvedas, su obscuridad, que le da
aspecto bien sombrío, y los esbeltos pilares formados de juncos, que se abren
extendiéndose en lo alto. Las naves son hermosísimas, y muy interesantes.
Las tres capillas: la del Cristo; la bautismal,
en que hay un sepulcro de grandes adornos ojivales, y la de San Antonio.
En el arco de la izquierda
de esta capilla hay un sarcófago, y sobre él, los cuerpos yacentes de un
caballero y su dama: él, vestido de todas armas, con la cabeza apoyada sobre
almohadones y los pies sobre un perro, como símbolo de la fidelidad; la dama,
vistiendo larga capa de cuello alto, descansa su cabeza también sobre
almohadones, y á sus pies, un ángel guarda su profundo y reposado sueño, á que
quizás tuviera derecho por sus grandes virtudes.
Sobre otro sepulcro de la
misma capilla, hay un ángel que soporta un escudo de armas análogo al que
ostenta la casa que á la izquierda y á pocos pasos de la iglesia se destaca.
Pero el más notable, es el del inquisidor Corro.
Eran los Corro de tan
preciada familia en San Vicente, que sus divisas, sus riquezas y su poder no
tenían rival ni límite en la jurisdicción. El acuartelado escudo de esta
familia, lleva por divisa: Adelante, por más valer los del Corro.
Tenía su casa esta noble
familia en la calle Alta, y allí sigue, pudiéndose contemplar el elegante
aspecto del renacimiento que la caracteriza, con frontón toscano sobre
apilastrada puerta y dos escudos de armas á los lados del balcón central; y si
volviésemos á la iglesia y entráramos de nuevo en la capilla de San Antonio, de
donde ha poco salimos, encontraríamos el escudo que en la citada casa campea,
en el sarcófago, en el que, revestido de sacerdote, apoyada la cara en la mano
y sobre almohadones el codo, descansa la figura yacente del inquisidor Corro,
aparentando leer en un libro que con la diestra sostiene; y llama de tal modo
la atención la naturalidad de la
hermosísima figura, que se atribuye por todos á italianos artífices.
Amador de los Ríos cree
que el caballero y la dama antes descritos, son los padres del inquisidor,
fundando su aserto en el blasón que el sarcófago lleva y que es uno de los
cuarteles del que en el del sacerdote campea.
Es también opinión del
notable arqueólogo, que la iglesia fué comenzada en las postrimerías del siglo
XIII, y que quizás ordenara su comienzo Alfonso VIII, notándose en ella estilos
del siglo XVI y de los intermedios.
En la parte sur y calle de
la Barquera, está la ermita, que sin tener nada notable, no deja de ser
curiosa. La Virgen de la Barquera no tiene mérito para el artista; la Virgen de
la Barquera significa para el filósofo la sencilla fe de todo un pueblo.
Fíjate en esa barquía que
sale á la pesca: se va alejando y ya
casi es un punto que las olas te impiden ver; pues los robustos y curtidos
marineros que la tripulan, han saludado al pasar frente á la ermita y han
dedicado á la Virgen una oración. Todos los que andan por la mar, rezan...;
acordaos de aquel excéptico que
preguntaba á un marinero:
—¿Qué hacéis cuando el
peligro es grande?
—Pensamos en nuestras
mujeres, en nuestros hijos
—¿Y si el peligro aumenta?
—Rezamos.
—¡¡Yo no sé rezar!! dijo
el excéptico.
Miróle el pescador de
soslayo, y le dijo:
—Usted no ha pasado ningún
temporal en la mar, que cuando le pase; cuando las olas bravas monten sobre el
barco y se lleven, ahora un bote, luego un compañero; cuando deba Vd. su
salvación, una y otra vez, á la fuerza de sus puños y ésta vaya faltando, verá
Vd. cómo lo que rezara de niño acude á su memoria y lo pronuncian los labios;
porque la mar puede mucho, pero si la Virgen no quiere, pues no puede nada.
Así te ocurre, lector, que
entras en la ermita de la Barquera, como en Santander en la de la Virgen del
Mar, y verás el techo y las paredes cubiertos de ofrendas, que tú miras con
indiferencia, y que hacen estremecerse á los devotos de la imagen que allí se
venera, pues que son recuerdo terrible de horroroso naufragio ó de trabajos sin
cuento, en desigual y horrible lucha con un mar embravecido.
Por los alrededores,
seguramente encontrarás alguna mujer, madre, esposa ó pretendida de alguno que
peligra, que se salvó ó que las olas arrebataron, y que viene á orar ante la imagen que tú no miras, porque
no encuentras en ella mérito ninguno, pero que ellos llevan grabada sobre su
hermoso corazón. Probablemente en esas terribles luchas con las olas y con el
viento, cuando sin fuerzas ya, y perdida la esperanza, únense á los sordos y
terribles mugidos del mar los murmullos de una plegaria, cada marinero
reproducirá seguramente, ante sus ojos, con toda la verdad de su sencilla y
arraigada fe, la adorada imagen de la Virgen de la Barquera.
* *
Una vez visto lo que te
cuento, si no te conviene ó no puedes
quedarte á pasar unos días en San Vicente, que siempre vendrían bien á tu
salud, vuelve á tomar la misma carretera por donde viniste, si lo has hecho
siguiendo mi itinerario; dirige una mirada á Comillas, que se destaca á la
izquierda, á lo lejos, momentos antes de llegar á Cabezón de la Sal, y una vez
en esta villa, métete en uno de los trenes que con gran frecuencia se dirigen á
la ciudad de Santander y que en tres horas escasas te dejan en la capital de la
Montaña.
Mientras llegas al término
del viaje, y para que se te haga más corto el camino (que á no ir apresurado
sorprende por la brevedad con que se recorre, ¡tan pintorescos y admirables son
los paisajes que á uno y otro lado se despliegan con sus caseríos diseminados
en artístico desorden!), te diré que por el mismo sitio que los rieles se
hallan tendidos, llegóse á San Vicente, joven aún, el gran emperador Carlos I,
y te referiré, por creer que ha de interesarte, más que si con algo de mi
cosecha terminase este librejo, lo que á ese propósito cuenta el tantas veces
citado Escalante (al que, como á Pereda, no hay más remedio que seguir al
entrar en la Montaña, porque no hay cantores que sepan interesar como ellos, al
resucitar las glorias de la Tierruca, ni quien como ellos tenga habilidad
bastante para hacer hablar á tanto respetable vejestorio y venerandas ruinas,
que mudas ya á fuerza de verse arrinconadas, habían perdido el habla por
completo) «he aquí,—dice con relación al viaje del extranjero Monarca, que iba
á ser tronco de la rama española de los Austrias,—he aquí los tesoros
reservados al porvenir del mancebo que
cabalgaba por estas asperezas, entregado todavía á la rapacidad y codicia de
Xevres y sus flamencos, ignorante del valor de la tierra que su bridón pisaba,
y había de ser pródiga en darle la copiosa sangre necesaria para alimentar la
fama y el terror de sus arrojadas naves é invencible infantería.
Sublime visión de gloria
¿no es cierto? Sublime visión que al cabo de tantos años y á través de tan
profunda decadencia y postración, todavía tiene calor bastante para encendernos
el pecho, y luz para alumbrar con claridad inextinguible los sagrados
horizontes de la patria, y prestigio para dar yo no sé qué sonoridad augusta,
mágica y consoladora que enorgullece y eleva, que atropella la sangre al
corazón y el llanto á los ojos, á este nombre bendito de españoles.
FIN
Miguel de Asúa"
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