1921 - DIARIO DE UN CAMINANTE (AMÓS DE ESCALANTE)

 


“Luego se sube a una sierra, donde se ofrece al peón, avaro de horas y de fatiga, el camino antiguo más caído hacia la costa. Al cabo de una hora se une a la carretera sobre los altos que dominan el ancho estero de San Vicente de la Barquera.

Partido el mar en dos brazos, ciñe un peñasco cuyo arenoso asiento ocupa la población, cuya cima corona la iglesia, y rodearon los muros de su fuerte castillo. El que entra derecho por las tierras al Mediodía, lleva sobre sus arenas treinta y dos arcos de un puente, que la tradición bautizó romano, y trae su fundación de era harto más reciente y más gloriosa para nuestra gente. Al extremo del puente, dominando la ría con sus galerías abiertas al Sur y a Levante, un convento francisco, edificado, como sus, hermanos, de limosna -dice Gonzaga-, año de 1468. 

La Casa de Guevara, que poseía como sabemos los inmediatos estados de Treceño, tomó para sí el patronato de este convento; dotóle de capellanías, labró la capilla mayor e hizo el retablo y el coro, con un aposento para que se alojasen sus señores, que se llamó «la celda de los Guevaras». «Y alternativamente -dice el Memorial citado a los principios de este libro- desde entonces se entierran unos señores allí y otros en Escalante.» 

Las casas de la villa, levantadas sobre solemnes pórticos, ennoblecidas con balconaje de hierro, escudos y portadas, abrigan el silencioso puerto. En las lejanías de su embocadura, al pie de los merlones de Santa Catalina, y del venerado santuario de Nuestra Señora de la Barquera, se ven agitar las bulliciosas ondas que dan voz a la soledad y acento a las ruinas; pero a la ribera llegan calladas y adormidas, cual si ya su fuerza, su ayuda, su flexibilidad y movimiento fueran inútiles para la muerta navegación y el desaparecido comercio. Algún cabotero fondea en la rada que armaba arrogantes escuadrillas balleneras, y que pretende haber sido cuna de los bajeles guiados por Bonifaz a la empresa de Sevilla. 

Encarámase el viajero a buscar la iglesia, guía elocuente en los pueblos viejos, abierto libro que de ellos cuenta la edad en su arquitectura, los linajes en sus sepulcros, las costumbres en sus exvotos, la piedad en su conservación y aseo, las grandezas en su ornato, los dolores en su aparato fúnebre, en la llama perenne de sus lámparas y cirios. La de San Vicente ocupa el cabo meridional del peñasco, al que yacen agarradas las viviendas como una generación de crustáceos alimentados de marinos jugos y aire salado. El descarnado lomo de la peña tiene nombre de Calle Alta, cuyo ámbito bordan desmoronadas paredes, edificios deshabitados: avenida melancólica que guía hasta el templo, como guían los sepulcros hasta la cruz alzada en el centro de un cementerio. 

Las tres naves de la iglesia, cerradas sobre ojivas anchas del siglo XIII, arrancan de una fachada, cuyo portal trae filiación del XII, y mueren en un crucero y ábside del XIV o XV. No escapó, a pesar de la jerarquía del lugar, a la necesidad y pobreza de los tiempos; su edificación fué corno la de otras muchas, lenta y sucesiva. Bien es verdad que las obras de la paz sólo en largo plazo de sosiego y abundancia llegan a cumplido término, y los tiempos de la ojiva, tormentosos y duros, daban vagar limitado al arte, interrumpiendo a menudo, con escaseces o violencias, el pacífico trabajo. 

Más agitada España que otras naciones, empeñada en su secular guerra religiosa, menos propensa a ciertas vanidades y deleites, apenas tuvo espíritu, caudal, espacio y voluntad para construir otra cosa que iglesias o castillos. Príncipes ni magnates se cuidaron de sus propias moradas, ocupados en aumentar y enriquecer la casa de Dios. «Honra singular» -dice el ilustre Ozanam- de la realeza y de los nobles castellanos» 

En la capilla de San Antonio llama la atención un trozo de excelente escultura, al parecer italiana; una estatua de eclesiástico reclinada sobre una urna, puesta la mejilla sobre la mano, en actitud de leer: obra naturalista, viva y acabada. La urna, enriquecida con castizas molduras, obedece al gusto del Renacimiento; en sus ángulos dos geniecillos llorosos desarrollan cartelas en que se lee, partida, esta inscripción: el que aquí está sepultado no murió / que fué partida su muerte para la vida; y en su centro una figura de ángel, gótica en su actitud, expresión y dibujo, sostiene el blasón de los Corros, sus fundadores. 

Dice el epitafio de este entierro: HIC IACET LICENCIATUS ANTONIUS DEL CORRO, VIR PRECLARUS MORIBUS ET NOBILITATE, AC PERPETUÆ MEMORIÆ DIGNUS, CANONICUS HISPALENSIS AC IBIDEM CONTRA HERETICAM PRAVITATEM A CATHOLICIS REGIBUS FERDINANDO ET ELISABETH USQUE AD SUUM OBITUM APOSTOLICUS INQUISITOR ET HUIUS ALMÆ ECCLESIÆ TANQUAM NATURALIS UTIQUE BENEFICIATUS, QUI OBIIT VIGESIMA NONA DIE MENSIS JULII ANNO 1556 ÆTATIS VERO SUÆ 84. 

Inmediatos yacen sobre un tosco plinto de labor románica dos bultos de diáfano alabastro, más curiosos que el del inquisidor: vestido el caballero de armadura completa y sobrevesta, la dama con tocas, capotillo corto sobre la ropa y cuello recto; trajes y plegado andan con los días y costumbres del siglo XIV. 

La dignidad del inquisidor conseguida en edad temprana, muestra su valor en una corte donde tenían poca acción intrigas y favores. El de su familia en San Vicente lo prueba la presencia de sus armas en los edificios más importantes, en pie unos, caídos otros a lo largo de la Calle Alta. El más aparente y conservado, labrado de esa arenisca tostada, rica de tono y fina de grano, tan común en la montaña, es elegante tipo del renacimiento imperial. Sobre un cuerpo sin otro adorno que su frontón toscano encima de la puerta, alza otro calado por tres balcones flanqueados de columnas jónicas estriadas; un recio cornisón remata la fachada, cuyos aristones se tornean y desenvuelven en pilares cilíndricos. Desde el arquitrabe habla el fundador al transeúnte en esta inscripción abierta en tres trozos sobre los tres balcones: PAUPERIBUS UT SUBVENIAT * HANC EX VETUSTISSIMA REEDIFICAVI DOMUM * PULCHRAM SED PULCHRIOREM QUÆRAMUS; y en ella revela el primer destino de su obra, destinada a asilo de pobres. 

Los restos de su muralla, comidos de musgo, embozados en yedras, amenazadores y enhiestos en una parte, derribados en otra, completan la romántica y noble fisonomía del peñón de San Vicente. Persevera el cimiento de la robusta fortaleza, señalando su planta, sus recintos, entradas y galerías; aún se ven escaleras que trepaban al almenaje, o guiaban a subterráneos, silos o calabozos: las embovedadas cuadras son viviendas de inofensivos labradores o marineros. Asunto curioso a pintores y arquitectos retratar las armoniosas líneas, el colorido fresco y suave de la ruina y la roca, estudiar la disposición estratégica de las defensas, y restablecer el perfil ceñudo, grave, reposado del castillo en la integridad de su fuerza y poderío. 

Aquí de nuevo nos hallamos al imperial navegante, al frecuente bojeador de estas marinas, al huésped de Santander y de Laredo. Pero si al saltar en los muelles de la hidalga Laredo, traía Carlos de Gante su espíritu castigado por la experiencia, rendido al desengaño, propuesto al sacrificio de las pompas y deleites terrenos, las arenas de San Vicente y su breve y sosegada bahía le recibían mozo, extraño a las costumbres españolas, inexperto en nuestra habla, abierto el corazón a todas las grandezas humanas, capaz de poblar y enriquecer la región más desierta y vasta y miserable con las ilusiones y bríos de su ánimo esforzado. 

Había desembarcado en un puerto de Asturias, mas «por no poder estar la armada en Villaviciosa», escribe el historiador Sandoval, «pasó a Santander, y el rey fué por tierra a San Vicente de la Barquera, donde estuvo algunos días». 

Entre uno y otro desembarco había corrido la vida del glorioso príncipe.” 

Amós de Escalante.

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