1932 - HOMENAJE LITERARIO. (San Vicente de la Barquera y Concha Espina)
El día dieciocho y veintiuno de octubre de 1932, se publicaron en "EL DÍA" y en "LA VOZ DE ASTURIAS", respectivamente, un artículo-homenaje, sobre San
Vicente de la Barquera, firmado por la escritora Concha Espina. Como me ha parecido curioso, e interesante, por la descripción, narración y estilo literario, dejando aparte los datos históricos que maneja, que pueden ser muy discutibles, os dejo el mismo que, literalmente, en los dos periódicos, dice así:
"NUESTROS COLABORADORES
Piedras y lunas
Antes de despedirnos una vez más de la costa nativa queremos rendir nuestro homenaje literario a un noble pueblo vecino, San Vicente de la Barquera, una de las cuatro villas ilustres de Cantabria: La que con Laredo, Castro Urdíales y Santander, compartió el imperio de este mar español en los más hazañosos tiempos de nuestra historia.
Situado en el vértice de dos rías profundas, abrazado por ellas entre dos puentes magníficos, sobre un promontorio heráldico donde todo proclama una gloria de ayer, San Vicente conserva, en medio de sus ruinas, dos laureles inmarcesibles: el Recuerdo y la Belleza.
Mirando sus arenales y sus bosques en las rías pandas, como en eterno cristal, ungida de memorias que resurgen con voces de piedra en raros monumentos y viven con alientos heroicos en libros inmortales, esta villa de origen medieval tiene un extraño aroma de poesía, un romántico perfil de inolvidable hermosura.
Desde el castro soberbio donde fincó sus primitivos muros, ve una inmensa llanura de alta mar, se asoma a los espejos de la ría y, como fin de un espléndido horizonte de valles y montañas, encuentra al Sur los Picos de Europa dominados por la ingente bravura del Naranjo de Bulnes.
En la cresta del altivo peñasco está emplazada la iglesia parroquial del siglo XII, Santa María de los Angeles, templo fortaleza, de diversidad de estilos en cuyo exterior predomina, por su esplendidez, una admirable puerta románica.
Bajo las reverendas bóvedas, la capilla de San Antonio de Pádua merece excepcional interés, Construida por ilustre familia del país en el siglo XV y restaurada por uno de sus miembros, don Antonio del Corro, Inquisidor general de Castilla, contiene los sepulcros del restaurador y de sus padres, verdadero joya renacentista el primero, composición de una riqueza y brillantez insuperable que goza fama universal en los códigos artísticos; y obra interesantísima el segundo, en el cual las estatuas yacentes reposan bajo una pátina exquisita, color de marfil.
Próximo a la parroquia el palacio del Inquisidor levanta sus muros ruinosos, invadidos por la hiedra y luce, todavía, una hermosa fachada del renacimiento italiano, modelo de elegante reciedumbre. Puestas al sol las piedras allí, han adquirido un tinte rubio y parecen de oro como tantos augustos solares de Salamanca y Toledo.
De cara al vendaval, en contraste con el muro dorado, otros, muy cerca, palidecen lo mismo que la plata como si estuvieran roídos por la luna. Son los restos del hospital de la Concepción fundado, también, por la casa de Corro, que aun muestran igual que las ruinas del palacio, raras bellezas arquitectónicas, de un gusto opulento y señoril.
En la misma espina del cerro surge un almenado trozo de muralla y corre desde la Iglesia-fuerte, hasta los regazos de un castillo militar, como despojos de la fortaleza que cerró la península en tiempos de Alfonso III, el Magno.
Castillo, muralla, palacio y hospital, no son más que un Recuerdo vestido con incansable devoción por la flora del Norte, perenne alegría de la Belleza.
Y ambos laureles, de un perfume simbólico, viven a la sombra del templo, única existencia que permanece allí con intrínseca vitalidad, firme en sus piedras seculares y en su divino ser.
Bajo el recio crestón, por la ribera oriental, se extiende un pueblo marinero y burgués que lleva su pintoresco caserío hasta el mismo borde de la ría y oye silbar de cerca al ferrocarril.
El tráfico del mar es hoy tan pobre y menudo en San Vicente que nada nos recuerda de aquel puerto famoso en la en la costa, frecuentado por buques de gran porte, contribuyente con otros al comercio de las Indias y a la pesca en Irlanda, como a insignes lances de guerra y honor.
Este puerto, obstruído por el sable que desde Peña Entera viene a descargar sus bancos en el canal, nada nos dice, pues, en su quietud de aquellos soldados y mareantes montañeses que llevaron cincuenta y dos navíos de trasportes a la Armada invencible y contribuyeron a la toma de Sevilla en la hazaña de Bonifaz. Solamente el escudo marinero responde aquí a tales memorias, mostrando, como en las citadas villas del Cantábrico, un bergantín henchido que a toda marcha rompe una cadena: la liberación conseguida por el viento azul y la vela cándida...
San Vicente es cuna de linajes tan ilustres como los de Oreña, Cosio, Estrada, Corro, Escalante, Vega Inclán, Sánchez de la Barca, Ceballos, Calderón y otros muchos de la alcurnia montañesa. Y recuerdan sus festejos y su rumbo de antaño unas crónicas referentes a la estancia de Carlos V en el puerto linajudo y memorable.
Aún se cultivan en él los célebres picayos de origen ancestral, unos cantares del país que en labios de muy garridas mozas, cautivaron hace cuatro siglos al Emperador y hoy tienen un interés Folglórico indecible... ¡Siempre el arte, que es Belleza, triunfando de la vejez!
Unico es el hechizo de esta villa, acostada en el sable de Merón sobre los brazos del Mar entre el cabo de Oriambre y la punta de Liaña. Los cuarenta y dos ojos de sus puentes de piedra se abren en la ría con enorme inquietud, trasoñando los días de ayer, ciegos de ilusión frente a los amaneceres del porvenir.
Concha Espina.
(Exclusivas "Sagitario").
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