1877 - CUARENTA LEGUAS POR CANTABRIA - SAN VICENTE DE LA BARQUERA

"CUARENTA LEGUAS POR CANTABRIA"

(Bosquejo descriptivo de San Vicente de la Barquera)

"REVISTA CÁNTABRO ASTURIANA" 




 Publicado en "La Revista cántabro asturiana" el 1 de enero de  1877, por Benito Pérez Galdós.



VI.

 SAN VICENTE DE LA BARQUERA.

     Las marismas de la Rabia son tristes, solitarias, más solitarias y tristes á causa de su extensión. En las orillas bajas no hay pueblos, ni caseríos, ni bosques, ni los verdes collados que tanto abundan en este país. Las argomas, un linaje de yerbas espinosas que se adornan de florecillas menudas parecidas á las de la retama, invaden todo el suelo. Lo que de este queda libre se lo toman para sí los helechos que estienden sus dominios absolutos, allí donde no entra jamás ni arado, ni dalle, ni azada. En la Rabia debieran existir hermosos y espesos pinares; pero no hay nada más que charcos salobres y cien mil islas bajas, formadas por intrincado dédalo de canales, que unos á otros se quitan ó se dán el agua, según sube ó baja la marea.

     Unese luego el camino á la carretera de Torrelavega á Oviedo, y poco después, vencidos los cerros que dominan la ria, se distingue el incomparable panorama de San Vicente. La inmensa anchura del valle á cuyo extremo se alza esta villa, la proximidad del mar, la gallarda situación del caserío entre dos puentes, las lejanas y altísimas montañas que forman un fondo magestuoso y parecen agrandar aun más el paisaje, hacen de esta perspectiva una de las más admirables y grandiosas que pueden ofrecerse á la vista del viajero. Allí todo es grande, tierra, cielo, montes, praderas, rio, mar, marismas. Hasta el mismo pueblo de San Vicente, parece un pueblo de primer orden á causa de la maravillosa fantasmagoría que produce su situación al pié del cerro, en cuya cima está la iglesia; reflejando en el agua dormida sus pintorescas casas; alargando á una y otra ribera sus dos puentes como brazos con que se sostiene en los montes para poder zambullirse mejor en el agua. Tan bello es esto, que verdaderamente da pena el ver que á continuación de la perspectiva de San Vicente, venga San Vicente mismo, cuando lo mejor sería que después de ofrecerse en imagen lejana y fascinadora á los ojos del atónito pasajero, desapareciese y se ocultara allá entre juncos de la mar, ó que se desvaneciera con las figuras del humo en los aires.

     Al pasar el gran puente del siglo VI, de treinta y dos arcos, se siente verdadera amargura al ver que no se entra por allí á un pueblo como Glasgow, Hamburgo ó Nueva- York. No se comprende que aquella gran ribera haya sido criada por Dios para sustentar al pobre San Vicente, y que las inmensas marismas que quedan atrás no sustenten miles de calles y plazas donde hierva afanoso gentío; no se comprende que esté tan cerca un mar sin barcos y un abra sin puerto, y un rio sin fondo ni muelles, y que toda aquella singular belleza y amplitud sea tan solo un gran charco de lodo salobre donde mojan sus cimientos algunas casas antiguas, tristes y negras, como los pensamientos del desesperado.

     Al fin, el puente se acaba, y es preciso entrar en la villa. Un convento que fué de Franciscos parece que vigila la entrada. Ya se sabe que ellos no se situaban en los peores sitios. Torciendo á derecha mano, después de hacer una reverencia muy devota á lo que fué asilo de aquellos humildes siervos de Dios, entramos en la calle principal de San Vicente, una especie de avenida de fango, formada á la izquierda por larga fila de altos caserones con zancudas arcadas, y á la derecha por la muralla inmediata al rio. A un lado, oscuras y feísimas tiendas, balcones de hierro, en los cuales parece haber trabajado el mismo Vulcano, según son de antiguos y pesados; á otro, serena extensión de agua en que nadan gruesas vigas de roble, y en los muelles ni un buque, ni una grúa, ni un tonel, ni una caja, ni un cable, ni un ancla rota. Allá lejos, junto á la orilla, semejante á una choza de pescadores, está el santuario de la Barquera, donde no faltarán imágenes, ante las cuales recen los hijos del país siempre que no tengan otra ocupación peor en que invertir las pesadas horas.

     Para ver el resto de San Vicente, es preciso abandonar la calzada llana y trepar por las empinadas calles que conducen á la hermosa iglesia ojival. Pero entonces el asombro del viajero sube de punto al verse rodeado de imponentes ruinas, como si la villa hubiera padecido terremotos é incendios horribles sin tener después una mano solícita que la reedificase. Por un lado y  otro se ven enormes muros y rotos arcos y restos de edificios que fueron vivienda de hidalgas familias, y que hoy son esqueletos coronados de yedra, cuya espantosa fisonomía pone miedo en el corazón. Tristeza más honda que la tristeza de Santillana es la de San Vicente, porque la villa del marqués conserva en su momificado y entero rostro la forma y aun la espresion de la vida, mientras este desbaratado pueblo marítimo ha sufrido la postrera descomposición de la carne, y los vientos de la mar y la lluvia del cielo le han arrebatado partícula tras partícula, dejándole en los puros huesos.

     Aumenta nuestra pena al oir que el origen de tanta ruina no ha sido un cataclismo como en Pompeya, ni maldición del cielo, como en Jerusalén, ni fuego de Dios como en Gomorra, sino decadencias puras por esas misteriosas sentencias que suele extender el tiempo, y por esto San Vicente de la Barquera tiene algo de la majestad de Itálica. Pero el amarillo jaramago de esta pobre villa no es tal que despierte un exagerado afán de llorar sobre él, ni de extasiarse largas horas contemplando las nobles piedras, ó leyendo lo que quede de algún escudo comido de los años, ó las últimas letras de la inscripción heráldica que el dedo del tiempo ha empezado á borrar.

     En San Vicente ha rodado, al parecer, la cuna ilustre, no sabemos si de marfil y oro, del Inquisidor D. Antonio del Corro, cuya hermosa estatua existe en la iglesia, atenta á la lectura de un libro. La expresión y belleza son tales, que el observador se detiene instintivamente y aguarda con ansioso afán á que el reverendo levante la marmórea cabeza y aparte del libro los ojos sin pupilas para mirarle á él. La semejanza de este enterramiento con el que existe en la capilla de Bedmar de la catedral de Sigüenza, es grande y su mérito no inferior al de esta primorosa obra de arte.

     Es preciso salir de San Vicente. No solo lo exige el plan de la expedición, sino también el atractivo del hermoso país que rodea á la villa caduca y del cual jamás se sacian los ojos. Pasamos otro puente y subimos la pendiente del camino de Asturias. Desde allí el panorama no es menos admirable que cuando se baja por la otra orilla en busca del puente citado. Los charcos de las marismas que rodean á San Vicente ofrecen el más complicado mapa que puede imaginar el delirio de la geografía. Todas las combinaciones posibles de rayas de agua, discurriendo sin orden ni tino por entre juncos; todas las formas geométricas de islas y penínsulas que serían posibles si estuviese en proyecto una nueva Creación del mundo, se ven allí, y nadie puede eximirse de observar con pueril atención tan graciosa cosmogonía. Entre estos caprichosos juegos del agua y el fango, se alza el cerro de San Vicente muy semejante al lomo de un cocodrilo, y después las múltiples series de colinas que escalonadas suben sirviendo de plinto á los montes, y en último término las descomunales crestas de Ándara, último esfuerzo de la tierra para llegar al cielo.

 B. Pérez Galdós.

 

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