1906 - A VER LA FOLÍA I (Viaje y llegada a San Vicente de M. García Rueda)



El diecinueve de Abril de 1906 se publica en "El Cantábrico", el siguiente artículo de M. García Rueda, sobre un viaje a San Vicente de la Barquera para presenciar "La Folía", invitado por su amigo Alonso Velarde:



"VIAJES POR LA PROVINCIA 
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Á ver la "Folía"
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  Invitado por mi caro amigo Alonso Velarde, con quien he contraído una deuda de gratitud impagable por las delicadas atenciones de que me ha hecho objeto durante mi permanencia en San Vicente de la Barquera, me dispuse á visitar este interesante rincón de la Montaña, con el objeto de presenciar la típica fiesta de la folia, única en la provincia y no sé si me equivocaré al suponerla sin igual en España. 

El día amaneció tristón y melancólico. Algunas nubes, cerniéndose en el horizonte, hacían temer la lluvia que frustraría mis planes. Pero ello es que, casi de verano para ahuyentar el agua, monté en el tren el martes por la mañana, y poco después el convoy, lento y quejumbroso, se arrastraba pesadamente hacia su destino. ¿Dónde estáis, trenes franceses, trenes ingleses, trenes norteamericanos, que marcháis á una velocidad de 80, de 90, de 100 kilómetros por hora? Yo os echo de menos en estas excursiones, como noto la falta de vuestros coches de tercera, de esos terceros que son tan buenos ó mejores que los segundas de por acá. ¿Dónde están esos viajeros correctos, educados, silenciosos, que no os pisan, que no os molestan con sus movimientos, que no os aturden con sus gritos, que no os llenan el departamento de salivazos asqueantes? 


  «Cuando veáis que un viajero lee, ó está silencioso y triste, ó fuma tranquilamente sin hablar, ese es un viajero de verdad. Los que por primera vez viajan, son habladores, inquietos, gritan y van de una parte á otra molestando sin cesar». Así habla Sánchez Díaz en su hermoso libro «Juan Corazón». Yo quiero parecer un viajero de verdad y pagarle la enseñanza rindiéndole culto un momento. Y me puse á leer «Juan Corazón».

De vez en cuando, levantaba mi vista del libro para fijarla, indiferente, en el paisaje que huía de nosotros. Una persona, una casa, un árbol, dejan en la retina del viajero la misma impresión de frugalidad. Allá, en un altozano, en la linde de un prado, una robusta moza se para, arquea los brazos, coloca los puños sobre las caderas, y mira perderse el tren por el fondo adelante de una trinchera. Más arriba, unos cuantos labradores están pasando el rastro á sus tierras. Y como la tierra está húmeda, el rastro, en vez de desmenuzar y espolvorear el terreno, lo apelmaza y «encona»... 


  Vuela el tren. En el mismo departamento en que yo voy, han entrado dos viajeros, mineros al parecer. Uno de ellos, siente, sin duda, la necesidad de imitarme, leyendo algo, y se pone á leer en alta voz, comentándola entre grandes carcajadas, la indecente «cuenta del carpintero». 

—Está bien, ¿eh?— dice el lector á guisa de epílogo. 

—Es muy buena — asiente su acompañante. 

— Y así, á primera vista, agrega el lector, no tiene nada de particular. 

Me indigna esta afición á lecturas malsanas, como me indignan Los Sucesos ó La Caricatura ó cualquiera de esos periódicos que chorrean sangre, y que tanto leen nuestras clases menos cultas. 

Yo retiro con lástima la vista de estos dos hombres y la fijo en la campiña inmensa, casi estéril, que se muestra á mis ojos. Los labriegos enderezan pesadamente el busto al paso del tren y dejan caer sus brazos en actitud gorilesca. Son seres derrotados y maltrechos, en una lucha infecunda con la infecunda tierra. Contemplando esta extensa campiña, que hoy apenas produce mala hierba, y que un cultivo intensivo y fecundo la convertiría en un venero de riqueza, siento una sorda irritación que pugna por salir á los labios. 


  ¡Esos Gobiernos, no!; esos millones de habitantes que, imbécilmente, como borregos, dejan que los cobren la contribución mientras sus chicos están sin escuela, descalzos y andrajosos, ellos sin pan y las tierras infecundas!... Se necesita tener el alma de esclavo; se necesita haberse convertido en un ex hombre, como los de Gorki, para vivir muriendo, sin protestar de otra manera que en las tabernas ó en la cocina de casa... 

La campiña sigue inmensa, estéril. Las sierras calvas, sin un árbol que las dé frescor y lozanía, ponen en el horizonte una nota parduzca. Al volver de una curva veo allá, á nuestra izquierda, un monte á medio talar, donde una cuadrilla de lebaniegos convierte en traviesas los pocos robles que quedan. A mí derecha, columbro la alta chimenea de una fábrica, arruinadas una y otra, en el más lamentable abandono. En la estación, unos pobres hambrientos, obreros sin trabajo, se hallan esperando el tren. El cielo gris, la campiña estéril, los montes pelados, los obreros miserables, forman un cuadro capaz de hacer salir á la calle, en todo el ímpetu de la desesperación, el rebelde que cada hombre encierra. Y los borregos, mansamente, balan la petición de una limosna en plena calle... 


  Hemos llegado á la estación de San Vicente. Y nos encontramos que no hay carretera para descender al pueblo. Entramos por un prado y comenzamos á descender por un camino lleno de barro, difícil, que nos hace caminar á saltos. Una cuadrilla de obreros trabaja en la apertura de la carretera que tanta falta hace. Y tenemos que caminar por los senderos abiertos en los prados, que están resbaladizos y exigen verdaderos alardes de equilibrio para no caer. 

Delante de mí caminan otros señores que, como yo, cuando llegan á San Vicente de la Barquera están hechos unos Cristos de barro. 

¡Amigo Silverio! ¡A ver si ganamos esa apuesta y se concluye pronto la carretera á la estación! Y este no es reproche, sino parabién por la celeridad con que usted hace los trabajos... 

Ya estamos en el famoso puente romano. Desde aquí, contemplamos unos balcones engalanados, mástiles con unas banderitas multicolores, embarcaciones adornadas con follaje. 

Son los preparativos para la folia, según me comunica mi amigo Alonso al cruzar nuestro abrazo de salutación. 

El sol se ha empeñado en no lucir. El horizonte se muestra anubarrado y el barómetro, según observación del amigo Montojo, sigue bajando. 

Parécenos que la folia va á mojarse... 

M. García Rueda 
Vicente de la Barquera 17 abril 1906. 

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